El País
Tal vez no lo parece, pero esto es un reportaje. Cuando en el mundo sucede algo grave, los diarios suelen mandar a un reportero para tener una mirada del desastre de primera mano. Cuando la catástrofe es económica, y eso viene siendo frecuente, siempre hay un periodista dispuesto a viajar hasta algún lugar recóndito (México y Argentina; Japón y Tailandia; últimamente enclaves menos exóticos, Nueva York, Atenas, Dublín, Atenas, Atenas, Atenas) para ejercer ese viejo oficio que consiste en ir, ver y contar. Pero esta vez no hay que coger el avión. Para escribir este reportaje no hace falta moverse de Madrid. Esta vez los bárbaros están a las puertas de Europa y pueden provocar un accidente financiero. Incluso más allá de la economía: el declive económico suele anunciar, en general, la decadencia de los imperios. ¿Tiene sentido empezar a pensar qué sería de Europa sin euro, incluso sin esa UE envejecida y esclerótica que pierde peso en el nuevo orden del capitalismo global? Puede tenerlo: la probabilidad de ese accidente (la fractura de la mismísima UE) es ínfima, pero ha dejado de ser nula.
Europa vivió siempre en perpetua crisis: las crisis han sido su principal motor de progreso. Y una vez más los analistas piensan que aún hay margen, que la UE se acerca peligrosamente al abismo, pero al final sabrá encontrar una solución. El problema es esa manía que consiste en acercarse tanto al precipicio, y tan a menudo. Una fractura del euro es posible: puede que algún país decida abandonar la eurozona sin salir de la UE tras una sobredosis de recortes que puede ser contraproducente. Incluso la posibilidad más extrema, una quiebra de la Unión, no puede descartarse de forma categórica. Y en caso de sustanciarse dejaría duras secuelas: un caos financiero, económico y social; probablemente, una depresión global. Y 60 años de esfuerzos tirados a la basura. “La fractura de la UE sería el equivalente a una guerra incruenta”, explica Charles Grant, del Center for European Reform, un think tank europeísta con sede en la habitualmente eurófoba Londres. Por eso no puede suceder: no va a suceder, según Grant y la práctica totalidad de la docena de expertos en varios ámbitos consultados. “Lo peor ya es perfectamente posible. Pero un final desordenado de la UE son palabras mayores. Hasta ahora, Europa ha sabido reaccionar, aunque haya sido en el último suspiro, a regañadientes. Pero quizá seguir pensando que vamos a encontrar la puerta de salida sea un ejercicio de voluntarismo: confieso que ahora mismo ya no estoy tan seguro”, asume Josep Borrell, expresidente del Parlamento Europeo y presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia.
Los analistas piensan que la UE se acerca peligrosamente al abismo, pero al final encontrará una solución
En momentos bisagra de la historia, un acontecimiento capital trastoca el orden de las cosas, influye sobre la trayectoria de una sociedad y desata un movimiento tectónico. Reino Unido abandonó el patrón oro en 1931 y dio paso a la primacía norteamericana. Cuarenta años después, EE UU rompió la relación entre dólar y oro en 1971 y formalizó el inicio de un largo declive que se resume así: Occidente deja paso a Oriente. Las fechas son caprichosas: de nuevo 40 años más tarde le toca el turno a Europa y su euro, con una crisis que subraya su propia agonía y esa imparable pujanza del Este. Porque la crisis del euro esconde cicatrices profundas: la narrativa del proyecto europeo se ha agotado. Sesenta años después del Tratado de Roma, Europa no sabe qué historia quiere contar.
“Un relato político compartido sostuvo durante tres generaciones el proyecto de integración europea, pero esa narración se ha desmoronado. La mayoría de los europeos, incluidos sus líderes, no saben ya de dónde vienen, y mucho menos hacia dónde quieren ir. Nadie se acuerda de que el proyecto sirvió para enjaular peligrosos diablos. Estamos cada vez más sometidos a esa idea de que es imposible cabalgar el tigre feroz que llamamos mercados. Y lo más importante: somos incapaces de construir un nuevo relato, que debe consistir en que la política vuelva a tomar las riendas”, explica José Enrique Ruiz-Domènec, catedrático de Historia de la Autónoma de Barcelona.
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